domingo, 4 de agosto de 2019

'Trasplante de un cerebro', dirigida por Juan Logar, 1970

Imagen "de vídeo", con granulado y blancos que se comen las letras de los créditos, "nieve"... Vamos, una experiencia visual para los amantes del viejuno VHS. 'Trasplante de un cerebro', dirigida por Juan Logar, con número de referencia de Miskatonic Vídeos MKK #516, me ha llegado el pasado viernes (una vez más, perfectamente avisado primero por correo y luego llegada en pocos días)


Un juez londinense sufre dolores de cabeza, fruto del estrés y una entrega fervorosa al trabajo, pasando por encima de su vida social y familiar. Pero la situación es peor de lo que pensaba. La cosa está taaaan chunga que a su médico no se le ocurre otra cosa que hablarle de trasplante... ¡de trasplante de cerebro! Como motivo de tranquilidad le confiesa que ya se ha le ha trasplantado uno a un simio. Y que él sería el primer hombre en disfrutar de tal operación y sus beneficios. No solo eso, sino que se ofrece a operarle él mismo... Y el paciente acepta. Su situación se revela como la de un terminal, ¿debido a un tumor cerebral?, y su médico no le da más opciones que el dicho trasplante. Sin embargo, ante su mujer se desvela su miedo y una esperanza: que la operación salga mal. ¿Qué lo lleva a seguir adelante? Que no se ha de obstaculizar el camino de la ciencia y alguien debe dar el primer paso. ¡Ea!







Doctor Chambers: ¿Acaso usted no ha sentido miedo nunca al dictar sentencia contra uno de sus acusados?

¿Y qué cerebro le tocó? Vea usted la peli para descubrir tal detalle, pero se lo adelanto: de buena persona, honrada, joven, y no en las mejores condiciones. De todas, sale la cosa bien, ¡hasta es portada de prensa! Al médico, el primer y especialmente interesado en operar, se une ahora un inspector. Este tándem se mantendrá un tiempo: medicina y justicia manteniéndose en los límites, todo con tal de salvar la vida del juez Cliffton. Posteriormente, nos adelantamos, el peso recaerá en el médico, que se queda solo ante las consecuencias de su decisión. Y es que, mirando ahora atrás, fue él el único que se centró en el trasplante, sin recurrir ni admitir otra opción. Sin llamar la atención ni atosigar al personal, se ha convertido en un sutil doctor que busca ser el primero en algo novedoso, sin pararse a pensar en lo que vendrá después. Ni plantea otra solución, ni le consulta a la almohada. Nada, nada, a cambiar de cerebro y pa´lante.

Me recuerda al mito de la criatura de Frankenstein (muy bien documentada, por cierto, en el número 51 del fanzine 2000 maníacos) y a la película de 1973, dirigida por Juan Fortuny, 'Las ratas no duermen de noche'. Efectivamente, son películas con algunas similitudes y muchas diferencias. En cuanto a la criatura, se trata de un experimento realizado a conciencia, donde el cerebro es una parte más de la amalgama de trozos de diferentes cadáveres. Aunque, dependiendo de la película, es una pieza clave, que dará una u otra personalidad al engendro. El segundo título tiene el detalle de que se usa solo parte de un cerebro ajeno, no la totalidad, lo que da pie mucho mejor a la lucha de personalidades y recuerdos, cambiando la conducta del criminal trasplantado, encarnado por Paul Naschy. Sí hay una similitud: y es que en ninguna de las dos películas vemos nada del trasplante, a lo sumo, a los médicos operando, pero en segundo plano, o solo poniendo a la vista las caras o las manos con el instrumental. Los créditos del inicio de Trasplante son más explícitos que cualquier plano posterior del filme.

Juez Cliffton: He aceptado por una sola razón: No se debe detener a la ciencia. Y alguien ha de dar el primer paso.

Como en otras películas donde tal trasplante se realiza, los problemas comienzan pronto. Ahora, el juez no consigue recordar su vida (fuera de fugaces caras y sentencias) y a los amigos... pero otros recuerdos se sobreponen a estos. ¡Son los del donante! Aaaay, y si solo fuesen los recuerdos... Las mismas personalidades entran en conflicto. Lo hacen hasta tal punto que el hermano del fallecido es capaz de reconocer al difunto en el nuevo cuerpo. La solución cinematográfica es sobreponer un actor al otro hasta dejar en pantalla al segundo. El médico y su equipo se empeñan en decirle que sufre amnesia total y debe dejar de lado cualquier recuerdo que no sea el de la vida y obras del juez Cliffton. Pero, nanai, la identidad del difunto italiano, cuyo hermano donó el cerebro, es la que surge una y otra vez, tantas como el nombre de Mariela de los labios susurrantes del operado.

Es en ese momento cuando surge el debate, en forma de breves diálogos, sobre la conveniencia o no de hasta dónde ha de llegarse para conservar una vida humana. Posteriormente, con otros diálogos en boca de diferentes personajes, se retoma la cuestión y se cuestionan los resultados atroces de prácticas extremas. Sin embargo, qué curioso, son breves aportes que surgen tras ver las consecuencias de una práctica médica extrema. Continuamente se apela a que se ha salvado la vida del juez, pero es este mismo quien clama desesperado en alguna ocasión: ¿qué vida? Y quienes le rodean comienzan a pensar igual tras ver que la recuperación no ha traído de vuelta al recto hombre de justicia. Poco a poco, los que apoyaban la decisión médica se van echando atrás. El clima general es que no vale hacer cualquier cosa por mantener a alguien importante vivo. Toda reflexión es posterior a la operación, incluso la que señala la búsqueda del equilibrio, de la mesura. Frases que cierran el filme, impresas en la pantalla con los créditos finales.

Debes aferrarte a una sola idea: volviste a nacer el día que saliste del quirófano.

Así que, dos años después de la operación, con todos los visos del progresivo decantamiento a la locura de ser una mente en un cuerpo diferente, se decide dejar vagar al nuevo sujeto, que siga sus instintos. Cómo no, la distancia de Londres, el acercamiento a las tierras conocidas por el castigado cerebro, no consiguen sino nuevos cuestionamientos y un comportamiento errático que limita con el suicidio. El trasplantado seguirá el camino que el donante quiso hacer un día: regresar a su tierra, casarse con su amada, continuar su humilde oficio entre los suyos.

Mariela, Mariela, amor mío, ¿es que no me conoces?

¡Triste reencuentro con quienes quisieron al forzado donante! En el nuevo cuerpo nadie le conoce ni sospecha de su identidad velada. Ni siquiera su amada, a la que tortura con el dato de su muerte y la revelación de su ser, sin conseguir más que entristecerla. A lo sumo, la violencia que rompe su interior se manifiesta en conductas que no le llevan sino al cansancio, desesperación y a la amenaza de una muerte que viaja ligera en una navaja. En Londres, todos le dan por perdido; en su tierra italiana, nadie da un duro por él. El médico, solo también, inicia un viaje que le lleva con su criatura y, remedo de Víctor Frankenstein, el encuentro es presagio de muerte. Aquí se viste de calma y acercamiento, de cierta paz, incluso, como si esta visita trajese una medicina que lo solucionase todo al fin. Llevado por la compasión, le recluye... y, a sus espaldas, aprieta el gatillo... dos veces.

En el magnífico blog La Abadía de Berzano nos ofrecen un par de datos que, en modo sintético, os comparto: que estamos ante una producción hispano italiana, que el nombre real del director era Juan López García y que esta es la segunda de sus cinco películas dirigidas.


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