Las campanas han guardado silencio desde la misa del Jueves Santo. Tendremos que esperar a esta tarde, al momento en que se cante o proclame el Gloria, para volver a escucharlas. Pero, mientras, silencio en torno.
La Iglesia, mediante las celebraciones litúrgicas, nos ha ido conduciendo a una progresiva profundización en el misterio de la pasión y muerte de Cristo. Hemos comprendido que el Dios todopoderoso se ha hecho hombre para elevarnos a nosotros un día, con el ejercicio mutuo de la gracia y la voluntad. Y Cristo, en un acto de amor incondicional, se ha preparado para la gran entrega. Convocó a sus apóstoles para la cena, los llevó consigo a rezar, ofreció a Judas una última oportunidad de redención y se entregó a los que venían a buscarle. Se queda solo. Y en esa soledad crece la semilla del Reino como fruto precioso de un amor que solo ofrece. Vemos claramente la humanidad de Dios, que no se ha tomado su misión como un paseo por la tierra de los hombres, eligiendo un terreno bien poco atrayente para los historiadores de la época. No, aquí,sufre la humanidad del Redentor, como sufrieron otros antes y sufren hoy, mordiendo la amargura de la injusticia y el ensañamiento con el débil.
Las celebraciones, si nos fijamos, nos han ido conduciendo por el camino de la sencillez, desde la solemnidad del Jueves Santo a la lacónica sencillez de la liturgia del Viernes. Viernes Santo, el único del año en que se adora la cruz, en que no hay Misa, en que se palpa la muerte y la liturgia se despoja de todo ornamento para entrar desde lo sencillo visible a la pasión del Señor. Celebración sobria donde se palpa lo que es la cruz, donde el patíbulo muestra la ferocidad y el ingenio del ser humano para hacer sufrir. Pero, barruntando, la liturgia mira más allá y nos invita al horizonte luminoso del Sábado y la Vigilia Pascual.
El Sábado es día de silencio, de un reposo amargo que ha traído calma aunque no paz. Donde se escribe lo penúltimo antes de la ruptura inquietante de la resurrección. A nivel celebrativo queda uno sin muchos referentes, quizás la Liturgia de la Horas o un Via Crucis. Y es que es el día del reposo del ajusticiado en el sepulcro y la huida de los discípulos no convencidos o entristecidos por la pena de una muerte tan cruel. También, cómo no, la espera intranquila de quienes recuerdan que el Maestro habló de la vida al tercer día de la muerte.
La Vigilia Pascual es el final del Triduo y el arranque de siete semanas de Pascua. Uno puede imaginarse que desde el Jueves al Sábado hay una sola celebración que se ha partido en tres. Fijaos, si no, en cómo empiezan y acaban las celebraciones y os dais cuenta que el Jueves no hay despedida ni el Viernes hay saludo ni despedida. El Triduo Santo es una magna celebración que se manifiesta en tres tardes. Esto nos da la oportunidad de celebra comunitariamente y meditar personalmente. De permitir que la celebración repose en nuestra historia y la ilumine o, complementariamente, que nuestra historia pregunte y rebusque en lo que la celebración ofrece.
La mirada no puede deternerse en el Sábado y el Domingo de Resurrección. Por desgracia, generalmente, a nivel celebrativo, sucede que sí. Se le ha dado mucha fuerza a las devociones y liturgias cuaresmales para llegar a Pascua y desinflarse. Una despistada corrupción del Mensaje que es Pascual, dando más fuerza a la parte humana de conversión y esfuerzo, propia de Cuaresma. Y, ojo, que de esto se ha hablado más de una vez entre los sacerdotes o en reuniones de cierto nivel eclesial. Pero los resultados parecen ser pequeños y poco publicitados. De todas, es para pensarlo un rato: cómo la Cuaresma se ha cuidado y enriquecido con charlas, ejercicios espirituales, celebraciones penitenciales, ánimo al cambio, via crucis,... y la Pascua se ha quedado con sus misas y poco más.
La liturgia de estos días no ha ofrecido solo palabras sino un conjunto de símbolos que hablan de una forma más profunda y elocuente. Así, las vestiduras sacerdotales han pasado del morado de Cuaresma, al blanco del Jueves, al rojo del Viernes y han regresado al blanco del Sábado, color que simboliza pureza, fiesta, santidad y que es propio de la Pascua. El agua se ha usado el domingo de Ramos para bendecir ramos y fieles, el Jueves para el lavatorio de pies, en la Vigilia Pascual para bendecir a los fieles que renuevan sus promesas bautismales. El fuego se bendice el Sábado y en él se prende el Cirio Pascual, que ha de seguir brillando en la iglesia, cerca del altar o del ambón, durante toda la Pascua. El silencio tiene un sentido lugar desde el Jueves al Sábado, marcando un terreno que es el de la pena por la muerte de Cristo pero también el de la espera de la resurrección. La Palabra ha sido finamente escogida para recordarnos los momentos importantes que marcan las últimas horas de la vida terrena de Jesús y algunos de los momentos cumbres de la relación entre Dios y el pueblo elegido. Los fieles han sido animados a peregrinar en las procesiones. Yo diría que de dos tipos: la grande y pública de los días en que las imágenes religiosas salen a las calles, y la sencilla y personal de la visita al Santísimo en la mañana del Viernes Santo.
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